The Red Strings Club
The Red Strings Club podría resumirse en: cuánto y de qué manera influimos a quienes nos rodean. Desde el principio, nos vemos relegados a ser la inspiración que dirige las acciones de Donovan, el camarero del bar que da nombre al título al juego; Brandeis, un cyborg que se autodenomina héroe freelance y Akara, un androide destinado a hacer más fácil la vida de los habitantes de la ficción. Deconstruct Team lleva a esta tríada al enfrentamiento contra Supercontinent, una macrocorporación con un plan para mejorar la humanidad sin su consentimiento a través del Bienestar PsicoSocial y el Algoritmo de Neurona Espejo. Estos instrumentos sirven a la obra para reflexionar acerca de las fronteras de nuestra influencia, y como esos modos de interacción perfilan nuestras relaciones con los demás y con el mundo.
Para reforzar este argumento, cada personaje cuenta con su forma de interacción propia que se traduce en una mecánica jugable. Akara, moldea y esculpe una materia por descubrir que inserta en los individuos inconformes con su situación. Donovan sirve unas bebidas de fliparlo que apelan a los sentimientos que enterramos a diario para ser funcionales o, mejor dicho, productivos; y Brandeis combina su carisma con la cibernética para modular su voz. Por distintas que puedan parecer, todo son formas de incidir en el camino de los demás, lo que el sistema de juego considera una inevitabilidad en cada uno de nuestros actos. En nuestras manos no queda la libertad de hacer o no hacer, sino de elegir qué hacer dentro de las posibilidades que cada momento ofrece.
Hay un paralelismo entre la forma que se estructura el sistema de juego y las discusiones vigentes en redes sociales. La manera en que el título nos presenta las consecuencias de nuestras palabras se asemeja al modo en que aparecen las notificaciones en nuestro móviles cuando alguien responde. Un pedacito de texto nos indica qué va a ocurrir deslizándose por el lateral inferior izquierdo de la pantalla y la historia sigue. A pesar de su ambientación futurista, solo uno de los escenarios que presenta podría ser descrito como imposible en la actualidad. Me refiero al laboratorio de Supercontinent, en el que además ejercemos esa función de artesanos creando módulos con Akara. El resto son entornos cotidianos. El bar, las oficinas, un puente urbano… Los lugares en los que se desarrolla el juego conectan el futuro desde el presente. Aunque haya silencios que marquen algunos avances sobre lo que hoy por desgracia sigue siendo polémico, y otros que merecen la crítica y nos recuerdan que las buenas intenciones no siempre conllevan una buena decisión.*
En The Red Strings Club hay muchísimo amor por el diseño de juegos, nos lo dice el propio guión y nos lo refleja el modo en que se articulan sus mecánicas. Hablamos y el sistema responde, pero nunca somos testigos de las consecuencias de nuestros actos sino que se nos sitúa como agentes reflexivos destinados a interpretar cada conversación. Somos libres de explorar las múltiples vías que enhebran la obra, aunque no de alterarla. Su desenlace nos precede.
«Me han diseñado para hacerte feliz no para satisfacer todos tus deseos, ¡Que no es lo mismo!» Akara mandando nuestros deseos de jugar como queremos a tomar vientos.
Es por eso que hay momentos frustrantes en los que casi quería gritar buscando una línea de diálogo que no estaba ahí. Siempre intentando dar con la solución a las dos posturas que el juego enfrenta: el progreso como algo siempre positivo y el reaccionismo al avance indiscriminado que no siempre es lineal. La obra de Deconstruct Team hace un elegante manejo de la frustración formulando cada pregunta hacia nosotros, en segunda persona, hasta el punto en que el selector de diálogos se interpone entre nuestra mirada y los personajes cuando nos insta a posicionarnos. Pero siempre responde con la voz propia de cada personaje. Como si nos invitara a cuestionar lo que sucede dentro de los marcos de la pantalla, para luego pedirnos que busquemos la respuesta ahí fuera.
Con todo, aún hay algo que no me quito de la cabeza. La igualdad entre los actos del jugador y el sistema sirve de fundamento para todo el juego desde el primer cocktail. Y sin embargo, aún no tengo claro si esos fundamentos se construyen para formar algo más que un círculo. Volviendo al principio del juego, nos encontramos con que los píxeles a color del personaje que nos acaban de presentar y hace un momento tocaba melancólicamente el piano para nuestro deleite se convierten en una silueta gris. Sobre ella, resaltan sus emociones, entre las cuales podemos elegir como si flotaran en un invisible eje cartesiano. Primero decidimos, luego ya nos juzgará la historia.
Señalar las tendencencias de la filosofía de diseño de videojuegos desde la cohesión mecaníco-narrativa del mismo dista de ser nuevo en el medio (Undertale, Nier: Automata, Metal Gear, por citar ejemplos famosos). Quizá, la mayor seña de identidad en este aspecto de The Red Strings Club sea dirigir la conversación hacia cuánto de la vida es juego, en lugar de a cuanto de su juego habla de la vida. Cambiando enemigos (humanizados o no) que destruir, por personajes con los que hablar. Algo que debería importarnos más cada día.
O quizá necesitemos un recordatorio anual de que el juego como espacio sin consecuencias no debería ser la mayor parte de nuestra oferta de ocio.
No lo sé…
Mientras tanto, tócala otra vez Brandeis.
- Para cuando llegué a esta parte del juego, ya había leído los dos artículos enlazados. No reconocer que si no los hubiera leído es probable que no hubiera pensado nada de lo que comentan me parecería deshonesto. Hago este apunte para invitaros a leerlos (si aún no lo habéis hecho) y porque creo que hay varios elementos de diseño que suscitan esa lectura: el hecho de que los protagonistas reciban esa información en silencio hace que parezca más destinada a quien juega que a formar parte de la caracterización de Coldstream, lo cual se suma a lo que comenta el artículo de que debemos conocerla para avanzar y además, que sea una contraseña (algo que intentamos mantener en secreto) y no otra cosa, choca con la idea de que sea trofeo (algo que buscamos exhibir) malévolo.
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